Sí. Allí estaba. Cuidadosamente colgado dentro de una bolsa
de viaje de americanas y pantalones de sastrería. En el lugar mismo donde
tiempo atrás conservara su madre todo el año la ropa de su progenitor cuando
salía de armao en la Macarena. Era su vestío de torear. Rosa y plata. Una
especie de traje de primera comunión. Así lo había elegido él cuando sus
mentores adelantaron su alternativa como colofón de una breve temporada de
novillero plena de triunfos con cortes de orejas y complacencia pública en los
cosos más importantes del planeta taurino.
Debería haber permanecido en el escalafón inferior de la
torería una temporada más, pero los que se decían entendidos en los asuntos
taurinos opinaron de manera diferente y se dieron trazas para que figurase en
un cartel de mucho tirón comercial y difusas perspectivas de futuro.
Dos años hacía de eso. El terno rosa y plata continuaba
solitario ocupando plaza de preferencia en el ropero que guardara un día
dormidos brillos de coraza macarena. Hasta los banderilleros que iban colocados
como fijos en las cuadrillas de las figuras tenían más vestíos que él. Uno
solían estrenar en cada feria de postín. Bien que lo advertía cuando
presenciaba la transmisión de las corridas televisadas.
Tenía que darse prisa y acabar cuanto antes lo que estaba
haciendo. Esa tarde había proyectado salir al campo a correr. Era preciso
mantenerse en forma. Siempre recordaba a Pepin Liria cuando le veía desde el
autobús de línea corriendo en chandal por la carretera del Aljarafe desde
Valencina hasta Sevilla. Una vez se lo encontró en la Plaza del Duque
departiendo con unos amigos. Y luego volvió a verlo superando el camino de
regreso de la misma forma.
Un gigante, Pepín. Nunca podría igualarle. Pero no le
faltaban ni arrestos ni ilusión para echarse de vez en cuando a la carretera a
mantenerse fuerte. Ni dejaba tampoco de torear de salón. Ni de asistir a los
tentaderos cuando le invitaban…
Esta temporada podría ser. La suerte le estaría
aguardando detrás de alguna sustitución. ¿Por qué no? Jamás le desearía mal a
nadie. Lejos se hallaba pues de imaginar cornadas. Pero un cambio de ganaderías
podría suponer alguna renuncia. Y ahí estaba él. Siempre dispuesto. Como otros
muchos. Compañeros tenía que, después de doctorarse, solo habían hecho el
paseíllo como matadores de toros, en una o dos ocasiones cada año.
La Fiesta seguía. Y su profesión era la más bonita del
mundo. Y la más esforzada y generosa. Sin él y sin gente como él no habría
podido acumular los aspectos importantes que poseía y que había expuesto
sabiamente el catedrático don Andrés Amorós, cuyas crónicas taurinas leía
siempre, en el curso de su comparecencia en el Congreso de los Diputados.
Algunos párrafos se los sabía de memoria:
“La Tauromaquia no recibe subvenciones directas y es el
segundo espectáculo de masas según la Sociedad General de Autores.
No es ni de derechas ni de izquierdas, ni de ricos ni de
pobres, es del pueblo, de todos los que creemos en el pueblo". Y "El
toreo es una ética, reconocida en la Constitución europea donde se afirma que la Unión Europea no
interferirá en asuntos de religión ni de tradiciones artísticas".
Imperceptiblemente se le movió la superficie rígida sobre
la que se hallaba sentado y reparó en que era una tabla de andamio colgada ante
una pared a varios metros del suelo. Entonces volvió a la realidad y requirió
la presencia de su ayudante, el chiquillo de un vecino en paro, seguidor suyo
desde que empezó a torear con caballos, que le servía como aprendiz. Le llamo a
voces.
--- ¡Manoliyo, que te estoy esperando!... ¿Quieres
traerme la brocha fina?...
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(PUBLICADO EN "SEVILLA TORO. ES")
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