viernes, 12 de septiembre de 2008

Un juguete llamado abuelo.

Muchos de mis contemporáneos están equivocados. Son de mi misma edad y algunos aun de menos años, pero les molesta contemplarse incursos en el sector sociológico de los mayores.

Manolo Barrios me decía, comentando el tema, que los mayores gozamos, entre otras virtudes, de la invisibilidad. Ayer, razonaba, en nuestra juventud, las niñas nos miraban, o no nos miraban. Hoy, ni nos ven.
Otro amigo, que no recuerdo ahora quien era, opinaba en la misma dirección recordando un viejo axioma: Los maduros no podemos dar a las muchachas jóvenes más que una de estas dos cosas: o dinero o lástima.
Vale.De acuerdo. Pero, sin embargo, hemos escalado el puesto supremo y poderoso de ser abuelos. Y habrán observado sagazmente que he omitido la arrugada y temblorosa palabra “viejo”, aunque me parece tan natural como la vida misma.

La palabra abuelo convertida en invocación o llamada siempre llega a mis oídos envuelta en los sonidos purísimos de una música angelical. Y lo escribo consciente de que alguno me pueda tachar de cursi. Me da lo mismo. Es así. Y quien no quiera verlo, en mi opinión, cae en un lamentable error. Sobre todo si, en paralelo con éste, manifiesta su irrefrenable deseo de no abandonar ese engañoso tiempo huidizo que es la juventud, machacándose el cuerpo en el gimnasio, tiñéndose los cabellos y liándose con la secretaria que lo hará fosfatina (iba a escribir polvo, pero el sinónimo se me antoja más discreto) cada vez que, como colofón de una pretendida cena romántica, se empeñe en terminar la noche moviendo el esqueleto en una disco de moda.

¡Abuelo!, cantan el nieto o la nieta, pulsando el arpa bien timbrada de su música celeste. Y al abuelo consciente y sensato se le abren todos los poros de su cuerpo y se siente más grande, más imprescindible y mejor situado a esa reducida altura que, sin llegar a los cincuenta centímetros, contados desde la suela de los diminutos botines, le parece el escenario del Teatro de Epidauro desde el que se oía con claridad la voz del relator llegando poderosa y nítida a los más alejados rincones del pétreo graderío.

El abuelo, en francés, es el grand-père y en inglés the grandfather. En uno y otro caso , el padre grande, el gran padre. La inteligencia despierta y recién estrenada de los chicuelos lo percibe de inmediato. El abuelo es el jefe del padre y, en los supuestos normales de una familia estructurada, observa que éste le presta respeto y obediencia. Manda mucho.Más que el padre y la madre juntos. Por eso es más grande que ellos.

Pero, sin embargo, y también en los supuestos incontaminados y sencillos de la familia habitual, se mantiene más cercano que ambos.

Mi nieta Marta, una muñeca rubia de tres años, a la que le cae un caracol de rizo sobre la frente como aquel de Estrellita Castro, recibió un día la visita de una amiga íntima, compañera de guardería, a la que llevó de la mano por los rincones de la casa hasta que llegó al de sus juguetes y cachivaches. Yo la admiraba en silencio. Cuando lo advirtió le dijo a la chiquilla:

---… y este es mi abuelo. ¿Quieres jugar con él?... Yo te lo presto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bienaventurados los abuelos usados como juguetes por tiernos infantes en la última habitación del hogar. Están evitando las comodidades y el confort de una modélica "residencia".

Un saludo estimado Sr. Bustamante.

Jordi de Triana dijo...

Entrañable texto querido maestro.
Por desgracia, no pocas veces, el mejor y más valorado juguete de los nietos es roto por sus propios hijos. La memoria de los hijos, no siempre agradecida, termina por olvidar la fuerza del cariño. El egoísmo, que nos lleva a una vida fácil, no da su brazo a torcer ante los recuerdos de una infancia disfrutando de mayor o menor abundancia de bienes, pero siempre con el premio del amor de unos padres entregados a sus hijos. Las buenas personas que nos entregaron el don más preciado: la vida y que se dejaron el alma para que nuestras vidas no se viesen privadas de casi nada, aquéllos que nos enseñaron a valorar las cosas importantes y que nos inculcaron los valores fundamentales que debían guiar el devenir de nuestros pasos por este mundo son arrinconados, dejados de lado y abandonados a la tristeza de su suerte en soledad.
En estos días la ingratitud es norma básica de comportamiento en una sociedad carente de valores y de sentimientos. Los hijos agradecidos tenemos la obligación de hacer con nuestros padres lo que ellos tantos años hicieron por nosotros. Para las personas que seguimos creyendo en la familia más que una obligación es un derecho alienable y fundamental.
A pesar de no ser un niño sigo notando enormemente la ausencia de mis abuelitos. En mi niña redescubro a ese niño entregado al amor de sus abuelos. Nuestros pequeños encuentran en sus abuelitos el amigo, el juguete y el refugio perfecto. El abuelo gracias a la experiencia de los años y a su generosidad infinita sabe interpretar como nadie los gestos e inquietudes de sus nietos y actúan con esa mano izquierda que tantas veces nos falta a los padres como consecuencia de vivir aceleradamente. El abuelo, en cambio, vive la vida sin prisas, pero sin pausa, trata de agarrarse a cada segundo disfrutando del niño que nació de las entrañas de sus entrañas.
La palabra memoria parece haber tomado protagonismo en estos momentos de más sombras que luces. El término es utilizado bajo una acepción tautológica en su propio concepto. La verdadera memoria está basada en el recuerdo y en la justicia. Indudablemente la memoria con letras mayúsculas nos lleva a nuestros orígenes y a los principales protagonistas de nuestra existencia: nuestros padres y por extensión a los benditos abuelos que llenan sus horas con el amor de nuestros pequeños ángeles del alma, sus nietecillos del corazón.


Un abrazo maestro.

José Luis Garrido Bustamante dijo...

Gracias a Zurraque y a Jordi de Triana. Celebro mucho la común sintonía y agradezco las lúcidas reflexiones.
Saludos cordialísimos.