Se acabó la feria y volvemos a la normalidad. Si es que puede ser calificada de normal la alteración de cada día. Las mamás apresuradas tornan al trabajo y los maridos en paro a sus obligaciones caseras, antes compartidas.
La feria es un paréntesis en el que lo cotidiano se quiere aparcar no siempre con éxito. Aunque desde que se deja de sucumbir a la tentación del turrón y los polvorones se fija la mirada inevitablemente en las fiestas de la Primavera. Y en ellas descansa la mayor actividad de eso que los economistas denominan como sector terciario que, paradójicamente, es el primario en la economía de la ciudad.
Desde ahora hasta el sopor veraniego permanece la larga estela de los recuerdos feriales que en el mundo taurino cristaliza en premios y reuniones de jurados para concederlos y en los ambientes teñidos de religiosidad festiva en la proyección de las Marismas de Almonte que ya empiezan a prepararse esperando la oleada de los romeros.
Pero el Rocio ya no es festividad de una sola población, sino de toda Andalucia y especialmente del rincón que conforman tres capitales: Huelva,Cadiz y Sevilla.
Podemos entrar en la semana de los pregones que amenizan la gaita y el tamboril y en los que quienes nunca se atrevieron a hacer uso de la palabra en público desgranarán sensaciones y experiencias romeras. Pero ya serán actos reducidos, localizados y reservados a una cierta audiencia de adictos y entusiastas.
La Feria que se fue nos devuelve a las mamás apresuradas y a sus maridos en chándal que no se sientan a ver la tele cuando se quedan solos a causa de que les urge la visita al supermercado y el arreglo del hogar, y, sobretodo, porque en la pequeña pantalla les espera ese señor tan sesudo que avisa de que el paro aumenta y ha superado ya con creces los tres millones.
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