Creo que era Manolo Barrios el que me hablaba en cierta ocasión de las muertes anticipadas. Rafael se había muerto ya. O se murió mucho cuando no tuvo humor para seguir escribiendo. Y menos para seguir cantando. Ese señor viejecito y achacoso, desmadejado en el carrito que se acercó el año pasado a la presidencia de la entrega de distinciones y premios para recibir la Medalla de Oro de la ciudad decían que era él, pero qué va: ni su sombra era.
Más está Rafael en la deficiente copia que hacemos muchos
de esas sevillanas suyas que rezuman profundidad, piropo o sentencia en las
paradas del camino del Rocío o en las reuniones de los cabales en las
trastiendas de la casetas de feria.
Tengo sus mejores discos en microsurcos antiguos, de
vinilo, de los que hay que reproducir en el tocadiscos situando la velocidad a
treinta y tres revoluciones, guardados celosamente por mi mujer o por mi hija
ansiosas de saborear el néctar incomparable de su sentimiento andaluz
convertido en letra y música.
Los buscaré para reencontrar en el texto de sus
dedicatorias el testimonio escrito de su sencillez. En el tiempo en que tantos
hay que hasta se asoman a la pequeña pantalla del televisor presumiendo de intérprete
careciendo de voz, de letrista sin haber conseguido rimar nunca una cuarteta en
asonante o de compositor sin distinguir una fusa de una corchea,figuras como
Rafael del Estad resultan de una ejemplaridad absolutamente insólita.
1 comentario:
Lo dicho señor Garrido, ánimo.
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