Decían los flamencólogos “del Cuervo abajo está el ajo” y algún taurino distinguió también la diferencia que se apreciaba entre el toreo de Despeñaperros arriba y el de Despeñaperros abajo. Como no me gusta generalizar y no me acuerdo exactamente de la frase y menos de su autor, eludo reproducirla aquí. Ahora bien, sí quiero hablar del toreo como arte y del ejercicio taurino como actividad profesional a lo que voy a referirme tomando como pie el cante por su similitud con el toreo.
En las Ventas ha tomado la alternativa como matador de toros un desmedrado chiquillo valiente al que dos consagrados maestros de la torería han dictado la más impagable lección de su aspirantado: la diferencia que existe entre el toreo como arte y el toreo como actividad laboral. De lo primero se encargó el Cid. De lo otro, Fandiño.
El maestro de Salteras,con la nieve de los años apuntando ya en sus sienes, se sintió de nuevo El Cid en su plaza de Madrid y dibujó una faena colosal ante un magnífico ejemplar de la raza bovina de lidia que mereció la complacencia del exigente público venteño. Fue el Cid de siempre: artista, conocedor de las suertes, de los tiempos y de los terrenos. Creativo, verdadero, auténtico… y de malísima puntería. El de siempre. Y como siempre. La puerta grande se quedó en un sueño desvaído.
Pero ya quisieran muchos toreros triunfadores dar una vuelta al ruedo tan clamorosa y tan llena de comprensión y de cariño como la que dio Manuel Jesus ante ese público madrileño tan difícil de conquistar, pero de tanta enjundia y de tanto noble corazón.
Fandiño le escribió sin papel ni bolígrafo, pero sí con el capote y la muleta una razonada instancia a Fátima Bañez en la que venía a decirle que, si alguna vez crea en su Ministerio una Dirección General de Práctica Taurina, se acuerde de él.Que donde está, y más:donde quiere llegar se lo está ganando a pulso, que clava los codos… y que jamás ha picado tarde.
Y Sebastián Ritter que era el chiquillo que estrenaba mayoría taurina abría unos ojos tan grandes como los cristales de las gafas de Manolete. No tuvo que tomar apuntes. La tarde jamás se le olvidará. A nosotros, tampoco.
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