Me decía yo cuando me lo encontraba por el barrio “ahí
viene un nazareno del Silencio”.
Solía ser por la calle San Vicente, aquella que
recorrían, según dicen, los hermanos Álvarez Quintero componiendo entre largas conversaciones
las tramas y los diálogos de sus obras teatrales.
Es sabido que el gracejo de los sevillanos antiguos
dividió esta calle en diversos tramos desde la plaza del Museo: San Vicente,
Don Vicente, Vicente y Vicentillo. La primera donde se alza el templo
parroquial, la segunda la de los señores, la siguiente la de la clase media y
la última, la popular.
Eduardo Ybarra vivía en un amplio caserón de impoluta
fachada blanca situado en el tramo correspondiente. El de los señores. Porque
él lo era. Señor y hermano del Señor del Silencio, el titular de la hermandad y
cofradía que se tiene por madre y maestra de las demás. No se cubría con la
túnica negra de la Estación de Penitencia pero, por su seriedad, su sencillez y
compostura me lo parecía siempre.
El pasado martes falleció en la ciudad que le vio nacer,
en cuya Universidad se hizo abogado y cuya cofradía más antigua presidió como
hermano mayor manteniendo la tradición familiar que heredó de su padre y ahora
revive su hijo.La que incluye en su cortejo dos hermanos,uno con una espada y
otro con un cirio y la imagen de la Inmaculada pintada a mano como recuerdo
testimonial del juramento que movió la decisión del sucesor de Pedro en el
Vaticano.
Qué lástima que desaparezcan cofrades como éste que, sin
túnica ni señal alguna de identificación exterior, se mezclan con sus
conciudadanos revestidos del espíritu de la hermandad a la que pertenecen. Hoy resultan más necesarios que nunca porque son capaces de desmentir y hacer perdonar
con su silencio, bofetadas tan estúpidas como la que propinó el otro día en la
UPO el exjuez Garzón en la cara de Sevilla.
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