¡Qué grande es ser grande cuando se es grande de verdad!
Y qué reducida queda la pretendida grandeza cuando hay que compartirla con
cuatro añadidos.
De los matadores de toros que hoy se creen grandes y han
firmado la papela esa del motín contra Canorea and company tres casi sobran y
de los dos que quedan, de verdad de verdad, los aficionados conspicuos se
reservan uno y medio. Pero vamos a poner dos. Uno de ellos, tal vez con
subterráneos deseos de abandono, ha escrito una cartita cuyo análisis no tiene
desperdicio, pero en el que no voy a entrar porque lo que pretendo es volcar el
cañón de luz del escenario sobre un par de páginas de oro.
La historia describe los comportamientos de dos
relucientes estrellas de la tauromaquia de su tiempo que también padecieron
incomprensiones y enfrentamientos con la empresa del coso del Baratillo. A
ninguno se le ocurrió comprometer a cuatro compañeros más. Porque los dos
rezumaban grandeza por todos sus taurinísimos poros. Uno se hizo una plaza para
él solito. Se llamaba Joselito el Gallo. Otro se convirtió en protagonista sin
parangón en un festejo mayor clavando vestido con traje de calle y sin quitarse
siquiera el sombrero ancho, tres pares antológicos de banderillas. Figuraba en
los carteles con nombre y apellidos, Ignacio Sánchez Mejía.
El menor de los Gallos con el industrial de Dos Hermanas
José Julio Lissen Hidalgo, harto de enfrentamientos con el gerente de la
Maestranza, se levantó la plaza de toros Monumental para torear en Sevilla cuando
le viniera en ganas.
Ignacio fue excluido de los carteles de feria de 1925 en
represalia del mismo empresario, José
Salgueiro, por pretender el torero como
presidente de la Asociación de matadores, que estos no tuvieran que someterse
al límite crematístico de siete mil pesetas por corrida que auspiciaban los
rectores de las plazas más importantes.
Salgueiro, al que también se le desbocaban las palabras
como otro empresario que conocemos, llegó a decir: “Sanchez Mejía no pisa más
el albero de la plaza sevillana mientras yo sea su empresario” A lo que el
aludido cuando se enteró dicen que contestó: “Ya lo veremos”
¡Y vaya si fue así El 21 de abril de 1925 correctamente
vestido como estaba en primera fila de barrera presenciando la corrida en la
que intervenían Juan Luis de la Rosa, Chicuelo, Litri y Martín Agüero saltó al
ruedo y le puso al último toro tres pares en lo alto de auténtico clamor.
Al retirarse pasó por delante del burladero de callejón
donde estaba el empresario y le oyeron decir “¿Lo ha visto, don José?... Piso
el ruedo de la Maestranza y toreo en ella cuando a mí me da la gana, no cuando
lo dice usted”
Manzanares ha escrito una cartita.
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