jueves, 16 de octubre de 2014

CON JOSE MARQUEZ RECORDANDO A SU HERMANO PASCUAL


Lo que se de la suerte de varas se lo debo a José Márquez, picador de Villamanrique de la Condesa, conocedor como pocos del toro bravo y el primero de los partidarios que tuvo su hermano Pascual, muerto trágicamente en el ruedo de la plaza madrileña de las Ventas, al que va a dedicar un programa de actos organizados con motivo del centenario de su nacimiento el Ayuntamiento de su pueblo.

“Las Ventas de los vientos” repetía machaconamente Joaquín Jesús Gordillo, el crítico y comentarista taurino malagueño, no ha mucho fallecido, cuando describía algún festejo en la Uno de Televisión Española, antes de que se viniese a Canal Sur.

Y los vientos fueron los que ayudaron al cornúpeta asesino de Concha y Sierra a terminar con la vida del arrojado lidiador manriqueño infiriéndole una cornada que, andando el tiempo, dicen quienes guardan cuidadosa memoria de estos hechos luctuosos, tuvo desgraciada repetición en la cogida mortal de El  Yiyo.

No hubiera ocurrido así probablemente de no haber mediado la complicidad del traicionero enemigo de los toreros. Pascual conocía perfectamente ese encaste. En la Bodega del Bolero del pueblo que es cuna de la devoción rociera, los viejos del lugar recuerdan todavía con la frescura memorística de un suceso reciente las correrías nocturnas de aquel desmedrado novillero, hijo de uno de los vaqueros del ganado bravo que pastaba en la Dehesa de La Marmoleja,  cuando saltaba la gavia por las noches y se enfrentaba a los cinqueños probando su valor.

Uno de estos ancianos, sentencioso y sabio, hace ya tiempo, me narraba entusiasmado la mañana de la sorpresa que vivieron los caballistas cuando penetraron en el cerrado donde se había apartado uno de los ejemplares mejor plantados de aquel hierro legendario y se encontraron con que a uno de sus pitones durante la madrugada alguien le había amarrado un pañuelo. Pronto lo reconocieron. Era el de hierba, a cuadros blancos y negros que Pascual solía anudarse al cuello.


A José se le anublaban los ojos cuando recordaba estas cosas y se zambullía en uno cualquiera de los bares del Arenal arrastrando un poco la pierna derecha como si hubiera olvidado quitarse el hierro de picar.

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