No había
Halloween entonces, pero Juan Tenorio, sí. Las tiendas de carnaval no
anticipaban las máscaras de febrero con disfraces luctuosos y los teatros
adornaban sus carteleras con lánguidas figuras de doña Inés en el sofá ante el
conquistador caballero que le recitaba madrigales arrodillado a sus pies.
No hace
mucho de eso. Pero el tiempo transcurre con prisas y parece que hablamos de un
lejano ayer. Hemos importado el festival de los fantasmas olvidándonos del
poeta vallisoletano que imaginó al don Juan conquistador y pendenciero desde la
mesa de un figón ochocentista de la calle Sierpes.
Tanto han
crecido en número los establecimientos dedicados a las máscaras como han ido
desapareciendo progresivamente los escenarios teatrales.
Desahuciado
el burlador de las tablas de Talía, menos mal que, por lo menos, le queda en Sevilla el patio
del Colegio Santa Ana.
A chufla
lo tomó la gente como al Piyayo de los versos tristes con el humor de Manuel
Barrios y Agustín Embuena. Debería reponerse aquel libreto cómico que se extendió en renovadas versiones posteriores
escritas por Agustín en solitario. La
crisis y la desvergüenza de algunos políticos necesitarían su crítica mordaz.
Los
malditos que gritaban a las puertas de la Hostería del Laurel, lo hacen hoy,
para desesperación de los vecinos, en la plaza de la Alfalfa y calles
adyacentes.
Don Juan
sigue escribiendo y leyendo en voz alta…”pero mal rayo me parta, si, en
acabando esta carta, no pagan caros sus gritos”
Su criado
la recoge vestido de negro fantasma para su fiesta de Halloween.
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