Si lo del Ébola terminase pronto, que, ojalá que sea así,
pero, por desgracia, parece que no, en el imaginario memorístico de la
ciudadanía quedarían tres imágenes: la de las mesas de las diferentes
televisiones tras de las cuales toman asiento generosamente retribuido los
tertulianos, algunos de extrema osadía, que hablan y opinan de todo, en
ocasiones sin ni siquiera haber consultado con Wikipedia y la del orondo
representante de la consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, con sus incendiarias y torpes
explicaciones, echándose en falta algún profesor Badiola, como aquel que con
tanta autoridad supo explicar lo de las vacas locas y ha carecido de sustituto
en esta ocasión.
Sobran voces y falta una voz. Sobran las voces y el
griterío de los que violentamente querían impedir el sacrificio de Escálibur,
el perro de la enfermera afectada (y se lo que es eso cuando tuve que autorizar
la eutanasia del mío, enfermo terminal por la picadura del mosquito) y sobra la
voz, prepotente y torpe, del consejero madrileño de Sanidad.
Por el contrario falta la voz serena del científico que, como
en la ocasión de las vacas, esté investido de autoridad suficiente como para
silenciar gritos destemplados y opiniones absurdas, cuando no interesadas.
Y falta también que la Uno de Televisión española contrate
a un redactor de textos que no haya sido suspendido en Lengua para que escriba sin faltas de ortografía los rótulos que aparecen en sobreimpresión en el
programa de Mariló Montero, pero esa es otra cuestión de la que parece frívolo escribir aquí.
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