Inesperadamente nuestro avión
se ha metido en la tormenta. Los elementos, desatados y furiosos, empiezan a
zarandearlo sin piedad. Desde la cabina de la tripulación se filtran noticias
alarmantes. Una de las azafatas, la que habla mejor inglés, descuelga el
teléfono para transmitir a los pasajeros sosiego y serenidad, pero está insólitamente
nerviosa y se le nota mucho en el temblor de su voz.
También temblaba la del capitán
de la nao, siglos atrás, muchos siglos, en el diecisiete, o quizás antes, cuando
los vientos la empujaban sobre el mar embravecido al desatarse la galerna.
Había miedo entonces como empieza a haberlo ahora. Cinco letras tiene cada una
de esas tres palabras: el ébola, la peste, el miedo.Tan lejos nos parecía estar
de la primera que no la recoge el ordenador y, al escribirla, corrige nuestro
deseo y pone óbolo.
El miedo es el mismo que
sufrían nuestros antepasados cuando las calles se abrían en calicatas de carneros
no para remendar el pavimento sino para dar sepultura a los muchos que la Parca
se llevaba cada día.
Es terrible que la desolación
se anticipe a los remedios. Que avance la enfermedad sin que le salga al paso
la barrera infranqueable del antibiótico o la pericia del cirujano.
Habrá que volver a la rogativa,
a encender en las casas las lamparillas votivas ante las imágenes que suscitan
la devoción. Nos estábamos olvidando de rezar. Ahora parece necesario.
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