Ante el deterioro ostensible del quehacer político, cada vez hay mayor número de voces que empiezan a clamar por una sustitución que, inevitablemente, pasa por la conducente a desposeer a la clase política del cometido que en un entramado democrático le entrega la colectividad, o sea el pueblo, para regir sus destinos, sustituyendo a los ejecutivos por un poder de recambio.
Se quiera o no se quiera ver, a ese estado de cosas estamos llegando ante la evidente situación de problemas que no se arreglan y de unos políticos que se prostituyen echándose la culpa unos a otros y ganando en la disputa mediática el grupo que posee mayor número de medios de comunicación social.
La clase política se olvida de que no debe ser clase nunca, aunque se convierta en ella, con prebendas y concesiones de las que jamás disfruta el resto de los vecinos, durante su ejercicio activo y al dejar de serlo. Los políticos, en teoría, deben ser ciudadanos normales que, a través del hilo conductor de los partidos, se ponen al servicio de la sociedad durante un periodo limitado de sus vidas, para volver luego a las tareas abandonadas de su actividad y condición.
Ejemplos sobrados nos dan los que iniciaron el recorrido de la restauración democrática en nuestro país: Antonio Ojeda, primer presidente del Parlamento andaluz, volvió a su Notaria… José Rodríguez de la Borbolla, presidente de la Junta, a su cátedra de Derecho del Trabajo… Luis Uruñuela, alcalde de Sevilla a su bufete y sus clases en el Centro Andaluz de Nuevas Profesiones… Manuel Clavero a su magisterio en la Universidad…el recordado Manolo Fombuena a su farmacia…
Hoy es frecuente encontrar esos cementerios de elefantes en los que vegetan los que fueron alcaldes de pueblos, delegados de ministerios y consejerías, directores generales o sargentos cesados en su momento y otros representantes del pueblo que ya han dejado de serlo, pero que toman la política como profesión y en ella se quedan colocados, a falta de oficio al que regresar.
Se han creado tres grupos: los políticos, los funcionarios, generalmente hijos de la dedocracia y la sociedad. Y los dos primeros van a lo suyo e incluso se inventan un lenguaje críptico de difícil comprensión, como se desprende de no pocos documentos de la administración actual, olvidando que es el pueblo el soberano y al que están llamados a servir.
Ante esta malformación que se agudiza con el chorreo de casos de corrupción flagrante, las voces que se alzan diciendo basta ya aparecen perfectamente justificadas y el camino de la regeneración vuelve a mostrarse como necesario a una sociedad civil llamada a demostrar su fuerza.
La pregunta subsiguiente puede albergar inquietud: ¿cómo lo hace? ¿con partidos nuevos? ¿politizando entidades y círculos nacidos para cometidos diferentes en cumplimiento de los cuales han venido funcionando hasta ahora?
La política convencional resbala hacia la sima del desprestigio. ¿Cómo arreglamos esto que, por si fuera poco, nos está costando una pasta?
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