¿Quién iba a decir que pasados unos años sería derribado por el mismo pueblo teutón?
A comienzos de la década de los setenta estuve haciendo unos reportajes en la radio y la televisión alemanas invitado por InterNaciones que, entonces, representaba en nuestro país un personaje singular, el conde Werner Von Schulemburg.
Naturalmente,el interés periodístico ascendía considerablemente en torno al conocimiento de la vida de los berlineses tras el muro que yo quería recoger en mis trabajos y para lo que comisioné a mi guía, una acompañante bilingüe, esquelética, de gafitas redondas y nariz ganchuda,que se llamaba Erika y que me resultó extraordinariamente eficaz,aunque hubo de advertirme que su responsabilidad finalizaba en la puerta del conocido Check Point Charlie por donde habría de cruzar al otro lado.
Aun con todos los papeles en regla, resultaba emocionante desprenderse voluntariamente de la protección del civilizado mundo occidental para penetrar en el desconocido, aunque cantado por la propaganda oficial, paraíso comunista que debía extenderse en la Alemania Oriental.
Y la sensación de orfandad se incrementaba nada mas se daban los primeros pasos ante la obligatoriedad de sometimiento a la estricta normativa fronteriza que comprendía el minucioso análisis de pasaporte y acreditaciones y la entrega obligatoria de todo el dinero que se llevase a cambio del cual se recibía mucho después una cantidad fija de monedas de curso legal en el sector.
Muchos trámites de una burocracia lenta y ensoberbecida que se movía renqueante y oxidada mientras los visitantes habían de aguardar horas y horas dentro de un barrancón cubierto de tejado metálico con más aire de cárcel provisional que de sala de espera.
Una colección expresiva de fotos en blanco y negro guardo de todo aquello en la que se incluyen los rostros de muchos de los que entrevisté, salvo el de un guía del museo berlinés, conversador locuaz en un español salpicado de frases antiguas del ladino, la lengua de los judíos hispanos, al que inesperadamente se le mudó la cara de color guardando un profundo silencio apenas escuchó las pisadas de un vigilante.
El edificio de la radio y la televisión lo coronaba una cúpula metálica sobre la que incidían cada mañana los rayos del sol naciente desprendiendo los reflejos de una cruz gigantesca. Los católicos la llamaban “la venganza del Papa”.
Quince años más tarde, un pontífice polaco llevaba la auténtica bendición papal al sufrido pueblo germano.
3 comentarios:
Gracias a Dios, querido profesor, este muro cayó hace años... un fuerte abrazo.
PD: Te seguimos leyendo...
Y yo presumo de mis lectores.
Abrazos también.
¿Y cuantos muros quedarán por derribar?
No le iba a faltar el trabajo a las grúas Valderrabano miarma...
Un saludaso miarma.
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