lunes, 10 de mayo de 2010

Feria de San Isidro: La forzada temeridad.

El señor Muñoz Infantes,uno de los presidentes de la plaza de toros de las Ventas tiene cara de pocos amigos. Bueno: tienen cara de pocos amigos todos los que se sientan en el palco venteño. Pero este más. Este tiene cara de no tener ningún amigo. Este entra en un bar y no hay quien le invite ni a un descafeinado con sacarina.

Bien. Pues este señor presidió la corrida de Dolores Aguirre y demostró su cicatería. Hizo gala de que le traía al pairo la bondad y gallardía de la faena de Rafaelillo a su primer toro y la temeridad forzada que demostraron los tres espadas ante los animales del siglo diecinueve que aparecieron sobre la arena.

Todos en puntas porque ya dijo la ganadera hace unos años, en una entrevista que suele repetir Canal Plus de vez en cuando, que ella no pasaba por esa exigencia actual de arreglar los pitones a sus reses, acusación gravísima y más viniendo de una integrante de la Unión, destinada a quien corresponda que naturalmente no ha recogido nunca nadie.

De los cinco que se lidiaron algunos tenían dos perchas espeluznantes.

Al primero, que era mansurrón, fuerte y con poder Rafaelillo le hizo una faena que inmediatamente requería el premio de una oreja y que el público pidió,pero el orondo presidente negó.

A su segundo, que hacía cuarto del festejo, de aceptables embestidas y escondidos deseos de irse a su casa, lo toreó tambien espléndidamente y el discutido ocupante del palco tuvo la gentileza de otorgarle un solo apéndice. Total que Rafaelillo, que ayer se llamó don Rafael, se quedó sin puerta grande.

Pero he titulado estas líneas “La forzada temeridad” y debo decir porqué. Los tres matadores de ayer salieron dispuestos a comerse el mundo por una razón muy sencilla: Porque lo necesitan. Porque para ellos es una ocasión mínima de situarse en el escalafón dignamente triunfar en las Ventas. Uno tuvo suerte con el lote que le tocó,Rafaelillo. Sus compañeros,no. Y el tercero sufrió una cornada que pudieron ser tres por situarse con arrojo y desprecio de la vida en el sitio donde el sexto del festejo que siempre demostró su mala leche le podía ensartar en una de sus agujas pavorosas.

El público vio todo eso. El presidente,no. Algunos espectadores asustados miraron para otro sitio. El Usía, insensible, dobló el pañuelo blanco y apretó un poco más su rostro de pocos amigos. Así, ninguno.

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