Decía doña Dolores Ortega que era una señora de Moguer que entraba mucho en casa, abuela por parte de madre del recordado analista Juan Carrero, que “el joven puede morir. El viejo tiene que morir”.
Doña Dolores poseía una cultura vasta y peculiar. Había sido muy amiga de Juan Ramón Jiménez de la que se confesaba admiradora profunda y conocedora de su obra y conservaba recuerdos del poeta que habrían sorprendido a sus biógrafos.
“El joven puede morir. El viejo tiene que morir”….
Lo malo es cuando la regla general así enunciada se la salta a la torera la de la guadaña y se lleva por delante a un chiquillo de dieciséis años y deja por aquí a sus abuelos de padre y madre aparte de a sus mismos progenitores. ¡Qué desgracia, Dios mío!
Eso le ocurrió el otro día a Pedro Jesús Dormido, hijo del director comercial de la COPE en Sevilla, Pedro Dormido Girón y de su esposa Mariví. Una de laS TRES CES que cabalgan hoy como nuevos Jinetes del Apocalipsis, fue la culpable.
Como es sabido, los primeros de los cuatro terribles personajes que, montando cada uno un caballo con un color distinto, llevaban las plagas a toda la humanidad, eran el hambre en el caballo negro, la guerra, subida en el rojo y la enfermedad, cabalgando en el verde o amarillento.
Hoy la actualidad cotidiana desvela nuevas plagas no menos angustiosas: el cáncer, la carretera y el corazón. Esta última se lo ha llevado consigo frenando abruptamente el ritmo entusiasta del suyo cuando caminaba con un grupo de boys scouts por los Picos de Europa.
¡Qué desconsuelo el de esos abuelos ayudando a los jóvenes padres a recibir la incontenible oleada de pesar de amigos y conocidos! ¡Y qué testimonio de fe y de esperanza cristianas!
Pedro Jesús era integrante activo del Grupo Joven de la Hermandad del Baratillo. Se evocaba con qué gracejo relataba no ha mucho en un programa de la televisión local cómo él y sus jóvenes compañeros se dejaban las uñas limpiado la plata de los enseres de salida de la cofradía.
Una hermosa foto de su Virgen de la Piedad presidió la Eucaristía en la Capilla B del Tanatorio Servisa, más repleta de fieles que nunca y con más asistentes que hubieron de quedarse en la puerta.
Fueron emotivas las cariñosas palabras del celebrante en la homilía y numerosísima la Comunión que ayudó a repartir el Hermano Mayor.
Terminado el acto y antes de la retirada del féretro, se recordó igualmente que el fallecido era un excelente aficionado a la Fiesta de los Toros y que tal vez podría haber soñado alguna vez salir por la Puerta del Príncipe.
Oído esto, temblaron los muros de la capilla con el más vibrante y prolongado aplauso que hubiera podido refrendar esa salida.
Y Andrés Luque Gago, el histórico banderillero, que se sentaba a mi lado, me murmuró al oído que se le habían puesto los vellos de punta.
Asentí. Y no contesté.Pero a mí, también.
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