Con el permiso de la autoridad y porque ni el levante ni ninguna guasa del tiempo podía impedirlo se celebró en la plaza de toros de El Puerto de Santa María - esa de la que dijera el gran Joselito, el Gallo, naturalmente, no el contemporáneo, que quien no hubiese ido a ver toros allí no podía saber lo que era una corrida de toros - el gran acontecimiento taurino de la temporada en el Sur:
José Tomás y Morante de la Puebla, mano a mano. Los poseedores de dos conceptos distintos del toreo, dispuestos a dirimir sus diferencias estéticas en un apasionante duelo que no contó con los Colts 45 del Far West sino con unos anunciados seis toros de Núñez del Cuvillo que resultaron pólvora mojada, o sea que dieron al traste con el desafío porque con semejantes elementos ofensivos la agresividad tomaba bicarbonato.
Tarde de expectación en la que los aficionados habían depositado su confianza para disfrutar con quienes quieren ser considerados dos verdaderas antologías del toreo. Un gran duelo en suma.
El resultado, resumido en goles, que es una forma cuantitativa e irrespetuosa de manifestarlo, a las horas en que esta “entrada” inicia su divulgación pasiva, es sobradamente conocido.
José Tomás, ovación, división tras aviso y leve división tras aviso. Morante de la Puebla, ovación, ovación tras aviso y silencio. Tomás resultó corneado en su primero,pero permaneció en el ruedo hasta pasar a la enfermería al final de la corrida y Morante se quejó de problemas respiratorios.Total, desencanto.
José Tomás no ha querido nunca que las cámaras recojan sus actuaciones. Lo dijo firmemente cuando debutó en la Maestranza en 1999. Y no es la suya una postura ni irreflexiva ni caprichosa. A los datos anteriores, expuestos con la frialdad de los números, les falta la imaginación de los espectadores que estuvieron allí y que hubieran querido narrar la corrida a posteriori probablemente con la misma verborrea que Manuel Molés, pero con la amplísima gama de matices de la imaginación desbordada de cada uno de los que cuentan a sus amigos y conocidos lo que ha visto en una plaza de toros.
Con la televisión como testigo molesto, y acusica, aunque no se lo proponga, que, además, perpetúa lo que sucedió y lo puede narrar sin aportes metafóricos en cualquier instante de la posteridad, esto no es posible. Si ese toro al que se le han cortado tres o cuatro orejas, porque ya se sabe que los toros de triunfos no televisados han podido ser criados por el amable y colaboracionista ganadero con estas peculiaridades zootécnicas, casi carecía de fuerzas para ir al caballo y al picador que ya ha hecho los cursillos de ATS veterinario, y a la vez que le hacía una heridita en el lomo, le ponía un esparadrapo, lo recoge la tele y lo muestra al universo táurico, hemos acabado con los mitos. Y los mitos siempre han sido necesarios para la perpetuación de la fiesta.
Ayer los mitos en El Puerto terminaron como siempre. Con la frase antigua que no fue de Joselito sino de algún precursor del torero de Gelves “cuando hay toros no hay toreros y cuando hay toreros, no hay toros”.
Es de lamentar. Muchos de los que fueron al Puerto y pagaron las entradas a precios estratosféricos y escandalosos en tiempos de crisis, no acudieron a la plaza a ver sino a ser vistos. Y a tener la oportunidad, ayer perdida, de disponer de material para poder contarlo.
Cuando el Juli era ese bullidor espada de la Lopesina y los juveniles pares de banderillas y cortó tres orejas en la Maestranza, el 23 de abril de 1999 toreando con Curro y Enrique Ponce, al salir de la plaza vino un muchacho con acento de los madriles a comprarme la entrada. Picada, usada e inservible ya; pero muy útil para él porque no encontró asiento en la plaza y necesitaba una prueba documental para poder contar a sus paisanos “la que había formado Julián en el Coso del Baratillo”
No hay comentarios:
Publicar un comentario