viernes, 15 de agosto de 2008

La mañana de la Virgen

La fiesta dentro de la fiesta. Un día festivo inserto en el mes de la holganza por excelencia. Y, para mayor fortuna, presidido por la Virgen. Cada quince de agosto cuando la fecha parte al mes en dos hemisferios casi idénticos, un día más solamente la segunda mitad, los sevillanos recordamos nuestra herencia sentimental religiosa y nos postramos ante la imagen sedente de la Virgen que dicen que soñó un día el santo rey conquistador, allá, nada menos que en el siglo trece.
Aún bajan desde las alturas suaves del Aljarafe tropillas de naturales de esos pueblos y veraneantes que supieron inteligentemente convertir sus segundas residencias en ellos en viviendas para todo el año, como sombras furtivas que se deslizasen en la oscuridad de la noche veraniega a trechos rota por la cascada de plata de la luna. Devotos de la Virgen que siguen la costumbre ancestral de ponerse en peregrinación para verla.
Y todavía permanece la Catedral iluminada e insomne a esas horas tempranas en las que antaño acudían a la iglesia las viejecitas con el convencimiento pueril de que la única misa que servía para provecho del alma era la del alba.
Pero el alba es la primera luz del día antes de que salga el sol. Y el astro rey no puede faltar en esta celebración pública que aguarda su necesaria presencia como aporte luminoso a las andas procesionales de la Señora.
A las ocho en punto en la Puerta de los Palos. Como manda la tradición. Y el primer rayo de la estrella más refulgente buscando su rostro para bañarlo con la caricia de sus dedos de oro.
Que me la hagan como la he soñado, como apareció en el disparate desbocado de mi imaginación que vela a su albedrío mientras yo reposo, pidió el rey Fernando a los imagineros de su tiempo. Y allá que fueron en busca de sus mazos y de sus gubias y de las maderas más olorosas del vasto reino para dar cumplida satisfacción al monarca. Hasta la Francia vecina llegó la demanda regia y hay quien acredita que su primo el Rey de los galos la fortificó con su propio deseo para que saliera de las manos mágicas de los escultores la representación corpórea de lo que había soñado el rey español mientras residía en Sevilla.
Pero cuando el santo conquistador y sus vasallos la recibieron, la contemplaron largamente con los ojos de la fe y coincidieron que debía haber sido esculpida por una legión de ángeles.
Así la miran también todos los que la esperan arracimados en las cercanías de la puerta de los Palos cada quince de agosto y los que acuden, con ocasión o sin ella y en cualquier momento a lo largo del año a su capilla monumental para postrarse a sus plantas.
Arriba Ella, la Reina. Y abajo, el Rey. Los despojos del que fuera tan poderoso en la urna de plata de la más repujada orfebrería. Porque así lo quiso su hijo y heredero Alfonso. Para que la Virgen, su Virgen, guardase siempre su largo sueño.
“Reina de los Reyes”, como Arca de Alianza, como Puerta del Cielo y, para los que la imploran con ojos confiados y crédulos, Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Invocaciones todas de esa letanía hispalense que añade al Santa Maria de su comienzo su Inmaculada como convicción de siglos y lo termina redondeándolo con otro dogma, el de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.
“Primeramente está la imagen de Santa María, con su Fijo en el brazo, sobre un tabernáculo que está más alto que los Reyes, muy grande, cubierto todo de plata... “, escribió el historiador del siglo catorce Hernán Pérez de Guzmán que también dijo del antiguo enterramiento del monarca que “ tiene en la cabeza el Rey don Fernando una corona de oro de piedras preciosas e tiene en la mano derecha una espada que dicen es de gran virtud, con la cual ganó a Sevilla”

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