Me acuerdo de un polvero que disponía de un local en uno de los barrios de la Sevilla histórica, en intramuros, y servía a sus clientes valiéndose de un carro. Un volquete del que tiraba un mulo de malas pulgas que esperaba, no creo que pacientemente, a su dueño, aparcado cerca de la casa en obras mientras éste descargaba la cal, la arena y hasta esos azulejos irrepetibles que se anunciaban como de mármol cemento o parquet cemento y fabricaba en la calle Marqués de Paradas “Carlos González”.
El volquete y su empolvado auriga desaparecieron cuando aquella ciudad, que no era pequeña, pero tampoco se había desarrollado irrefrenablemente, y se mostraba más acogedora y recogida en sí misma, sucumbió víctima de la velocidad y los importados aires desarrollistas de los años sesenta.
Desde entonces cuando algún edificio cae como consecuencia de la devastación de la piqueta, sus escombros los recoge uno de esos camiones mastodónticos que a duras penas caben por las calles martirizadas invadiendo temerariamente con sus espejos retrovisores laterales los legítimos espacios de las aceras consagrados a los peatones. Y en camiones parecidos llegan los materiales para la obra nueva.
El viejo polvero ambulante del carro y el mulo refunfuñaba cuando los vehículos a motor le hostigaban con ese anticipo de la mala educación vial de que hoy nos dan cumplidos ejemplos esos niñatos malcriados que a bordo del modernísimo automóvil del papá constructor o del papá político encumbrado, casi llegan a empujar la trasera del nuestro cuando quieren rodar a cien por la carretera secundaria generosa en precavidos avisos de limitación de velocidad a setenta.
Refunfuñaba, rezongaba, renegaba y gruñía, pero se quitaba, se echaba a un laito y permitía que se pudiera pasar. Lo mismito que hoy. Llega usted por el itinerario de todos los días y, sin aviso previo, se encuentra con el camión, la hormigonera y los descargadores cumpliendo con su labor. Y lo que no es su labor que es interrumpir el tráfico habitual sin respeto a las normas. No se quitan. Ni se molestan en mirarle. Y usted no sabe qué hacer porque en el entretanto se han situado dos coches más tras el suyo y sabe bien que si llama a la autoridad la autoridad tarda en venir… si es que viene.
Cuando todo termina, y puede recuperar la marcha, le echa un vistazo al letrero de la empresa suministradora que figura en la portezuela del camión. Y, no falla. De pueblo.Yo les tengo mucho cariño a los pueblos, pero les tenía más cuando los procedentes de los pueblos que llegaban a Sevilla a trabajar le tenían cariño a la ciudad.
Ahora, no. Ahora se la invade, se la desprecia, se la maltrata y se la agrede ante la mirada distraída de los responsables municipales que ni están ni se les espera. Y sálvese el que pueda. Que se salvará, sin duda, pero debía proclamar su actitud de educación y respetuosa convivencia para que aprendiesen los demás.
El jueves último un camión de tres ejes que transportaba hormigón perdió parte de su carga en el Barrio de los Remedios, precisamente en la Avenida Carrero Blanco a mediodía. Tuvieron que intervenir abundantes efectivos de la empresa Lipasan para limpiar la calzada y la Policía Local que desvió el tráfico.
Muchos días camiones de menor tonelaje dejan un rastro alargado de arena por donde circulan y vehículos auxiliares de transporte de áridos delatan su recorrido por un reguero de aceite sobre el asfalto.
El polvero del carro y el mulo nunca pudo ser acusado de nada de eso.La arena,la cal y el yeso pudieron habérsele escapado con facilidad por los intersticios de las tablas mal trabadas del carro y el aceite de los motores descuidados haber sido sustituido por las necesidades acuosas de la acémila. Pero eso no supe que sucediera jamás. Él respetó siempre a la ciudad en la que trabajaba.
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