Va a terminar el verano y todavía no he oído hablar de la frontera del insomnio. ¿O era barrera?
Pero de la que se sigue hablando es de esa otra y en este caso barrera sin duda alguna, que es la barrera del miedo, la de la zozobra por los niños que siguen saliendo a la hora en que los mayores nos seguimos yendo a la cama y no se sabe a la hora que van a volver.
La frontera, o la barrera, como queramos, del desvelarse apenas se abandona al menor ruido el duermevela del cansancio que se ha conciliado a duras penas y se va a las camas de los niños y se confirma lo que ya se sabe, que los niños o las niñas, no han vuelto todavía.
Y lo peor es que de nada sirve mirar el reloj, ni exponerse a una respuesta desabrida si temerariamente se les llama por el móvil. Aunque sabemos igualmente que los móviles, todos los móviles de los niños que salen a esa hora, están hasta la amanecida en buzón de voz.
Mil dramas terribles de carreteras con vehículos mal aparcados en los arcenes, bultos tapados sobre el asfalto y luminosas bellotas giratorias acuden repetidamente a la hipocondría irreprimible de los temores y se soporta no se sabe cómo – las sábanas revueltas y el colchón sobado, sí – una noche más la ausencia de los que egoístamente ignoran desde su diversión ese sufrimiento hasta que con las claras del día se escucha el llavín que raspa la cerradura.
Y así un día y otro en las vacaciones de la juventud criada en el ambiente permisivo que no conoce límites porque cada vez se tiende a darles más, a facilitarles más las cosas, desde los estudios a la relación sexual.
Parece que hay una competencia soterrada en facilitárselo todo, en vestir engañosamente de sencillo lo que de suyo es complicado y difícil.
Porque el problema conduce a la rebeldía y quien sabe si a la revolución. Y eso no. Miles de políticos trincones lo afirman repetidamente con voces nasales y campanudas. Eso no se quiere en modo alguno. Como pagan los demás, se da lo que sea y se dice lo que sea que ni haga pensar ni cause reacciones negativas.
Esto es así. Y lo vemos y, lo que es peor, lo sufrimos cotidianamente. Pero, como de nada sirve que nos pongamos solemnes y hasta podemos andar descalzos sin querer por la cuerda tensa que vuela sobre el precipicio de la incomprensión o de la crítica, vayamos como ellos, al menos por esta vez, solamente una vez, como en el bolero de Agustín Lara, por el camino irresponsable de la inconsciencia, en busca de la risa con el vaso del cubata en la mano.
Un amigo mío no le teme a lo que se proclama normal. Ni siquiera cuando la palabra aparece ante sus narices con aire de encubridora.
Ha visto tantas cosas que ya nada le asusta.Todo lo considera lógico. Todo… menos las latas de los supermercados.
Esas que indefectiblemente proclaman “abre fácil”.
--- Yo – dice – cada vez que leo “abre fácil” voy corriendo y me traigo el trompo y la caja de las herramientas.
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