Los viejos libros sagrados tu gloria, Madre, cantaban: Hermosa eres, María. Sin mancha, siempre sin mancha. Y, si con sol reluciente, la vida en Ti se levanta, tu rostro lo es más que el sol y, como la nieve, blanca la túnica que te cubre y el halo que te acompaña.
Tú eres gloria y alegría. Tu, el honor de nuestra casta.Nadie, como Tú, bendita.Nadie, como Tú, más santa, salvo ese Niño Jesús, que llevas en las entrañas.
Detrás de Ti nos ponemos, mirándote, Inmaculada, porque tu olor, tu perfume es un aroma que arrastra y, por eso, tras tu Imagen, corremos en la distancia.
Pinceles, como Murillo, mojamos en tintas albas para pintar, con el cielo, el tono azul que te enmarca. Y, al pie de la Eucaristía, buscamos, como él buscaba, la voluntad del Eterno para encontrarla en tu cara.
De allí nos llega el candor y la inocencia más clara y la pureza más pura y la franqueza más franca y la limpieza más limpia y la blancura más blanca.
Y, si modestia queremos, con la humildad que se engarza, la gubia de Montañés esculpe, toda alabada, la Virgen que, Cieguecita, el pueblo luego llamara. Y habrá de ser escultura tallada con tales trazas que muestre siempre pudor entre su humilde mirada y candidez de paloma prendida en sus manos blancas y un pecho que, suavemente, su místico amor delata.
Y, si canciones buscamos, para cantarle alabanzas, pluma tendrá Miguel Cid, para encontrar las palabras, con que cantar a Maria, la siempre llena de Gracia.
Después vendrían las gentes, colgando de casa en casa, tras el umbral de la puerta, la repetida alabanza: “Que Dios te salve, María, la concebida sin mancha.”
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