En alguna “entrada” con temática adecuada a estas visitas novembrinas a las ultimas moradas de nuestros deudos, ha sido mencionado ya. Porque es difícil escribir del cementerio de Sevilla sin referencia a la escultura impresionante que lo preside en su primera rotonda. El Cristo de las Mieles de Antonio Susillo. El impresionante crucificado que tallara el extraordinario escultor sevillano a cuyos pies reposa.
José Maria de Mena resumió su biografía en el libro “Personajes sevillanos célebres en la historia” y confesó que la mascarilla que se obtuvo de su rostro inmóvil llegó al final a sus manos.
Los sevillanos sabemos que Susillo se quitó voluntariamente la vida utilizando para ello un pequeño revolver con el que se descerrajó un tiro en el cielo de la boca, tras haber desechado la posibilidad de arrojarse al paso de un tren. Por eso su cadáver apareció cerca de las vías férreas. Sus restos reposan a los pies del Cristo no sin antes haberse tenido que vencer la resistencia de las autoridades de la época,sobre todo las eclesiásticas, que se oponían por haberse suicidado y a las que hubo de convencer el argumento de la enfermedad mental transitoria que le había inducido a tomar tan fatal decisión.
Susillo era un genio. Hijo de un vendedor de aceitunas aliñadas del mercado de la Feria, siendo niño se valía del barro obtenido de los jardines de la Alameda de Hércules para modelar figuritas de Belén con sus manos. Lo descubrió la Duquesa de Montpensier que le pagó la carrera y los estudios de postgrado por los museos de la Europa culta, haciendo de él con solo veinte años el escultor más famoso de la estatuaria romántica, esa que llenaba de figuras de bronce y hierro fundido las calles y las plazas.
Tan famoso fue que se cuenta que Nicolás segundo, zar de todas las Rusias, envío a Sevilla a su gran Chambelán para que lo inmortalizara en hierro y que no habiendo ni en Moscú ni en sus alrededores el taller de la calidad de fundición que el escultor deseaba, se alquiló a precio astronómico un taller especial en el mismo Paris.
Halagado por el mundo de la cultura y el arte,amigo de poderosos, maestro de maestros, Joaquín Bilbao, Coullaut Valera, Castillo Lastrucci, Antonio Illanes… Antonio Susillo tenía tanto que cuesta creer las motivaciones que le llevaron a verlo todo oscuro, tan terriblemente tétrico que la única salida que encontró fue quitarse voluntariamente la existencia.
La causa tenía nombre femenino. Su segunda esposa con la que contrajo matrimonio tras haber perdido la primera. Mujer egoísta, frívola e insensible que no le comprendió nunca y a la que no le bastaba ni el mucho tiempo que el artista le consagraba, ni el dinero que le daba para gastar, ni sus relaciones sociales porque siempre quería más.
Por eso, desesperado, se fue a la Barqueta y, artista siempre y amante de la estética, pensó lo despedazado que le iba a dejar el tren al arrollarlo y prefirió convertirse en un cadáver entero pegándose un tiro.
Hoy habría ido a un siquiatra y éste lo habría mandado a un psicólogo como tantos y tantas que sufren depresiones por causas diversas.
Sevilla no quiso que el artista genial que había tallado al Daoiz que vemos en la plaza de la Gavidia y a los sevillanos ilustres que figuran en la balaustrada del Palacio de San Telmo y al Velázquez de la plaza del Duque… descansara en otro sitio que no fuera bajo el crucificado en cuya boca abierta las abejas formaron un panal a los pocos días originando así el nombre por el que es conocido:el Cristo de las Mieles.
1 comentario:
¡Qué desesperación lleva al hombre a quitarse la vida, sea por la causa que sea! y valiente cinismo el de la sociedad de la época, incluyendo la eclesiástica, por intentar impedir el entierro en camposanto de este gran escultor, al que Dios quiso dotar del regalo de dar forma a lo inerte...
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